¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68
Evangelio según San Mateo 17,22-27.
Mientras estaban reunidos en Galilea, Jesús les dijo: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres:
lo matarán y al tercer día resucitará". Y ellos quedaron muy apenados.
Al llegar a Cafarnaún, los cobradores del impuesto del Templo se acercaron a Pedro y le preguntaron: "¿El Maestro de ustedes no paga el impuesto?".
"Sí, lo paga", respondió. Cuando Pedro llegó a la casa, Jesús se adelantó a preguntarle: "¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes perciben los impuestos y las tasas los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?".
Y como Pedro respondió: "De los extraños", Jesús le dijo: "Eso quiere decir que los hijos están exentos.
Sin embargo, para no escandalizar a esta gente, ve al lago, echa el anzuelo, toma el primer pez que salga y ábrele la boca. Encontrarás en ella una moneda de plata: tómala, y paga por mí y por ti".
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.
La
presencia de Jesús, Dios hecho hombre entre los hombres de su tiempo, nos
sorprende por su realismo. Es tan enteramente uno de los nuestros que los que
lo ven no siempre reconocen la fuerza de su divinidad. Los que tienen el
corazón bien dispuesto, es decir, son atraídos por el Padre, descubren en las
obras que Él realiza una fuerza superior, un mensaje nuevo, transformador. Los
que sólo son capaces de mirar la realidad desde sus mezquinos intereses, los
que no encuentran en los acontecimientos de su propia vida y la de todos los
hombres una fuerza transformadora que cuida del hombre, que lo eleva, que lo
lleva por caminos nuevos a un mundo nuevo en el que todos son hijos de Dios y,
por lo tanto, capaces de hacer la obra de Dios, es decir, los que se quedan en
los límites de la propia humanidad, esos murmuran.
En
verdad, los que murmuran son aquellos que no se animan a decir las cosas en voz
alta, los que no pueden fundamentar su postura con verdades objetivas, aquellos
a los que sólo les queda el recurso de sembrar disconformismo entre los demás o
bien lo hacen con intención de sembrar la desconfianza y así ganar terreno.
Jesús reprocha esta actitud e invita a los que lo hacen a reconocer su límite.
Él pone de manifiesto una verdad superior, trascendente, que es más grande que
cualquier capacidad humana, que viene de Dios, el ser infinitamente perfecto,
el Padre que sólo Jesús ha visto. Sólo Jesús tiene autoridad para enseñar quién
es Dios, pues solamente Él conoce los misterios de la divinidad. Él es
Dios.
Dios
se manifiesta a nosotros en su misericordia, en su condescendencia, en su
abajarse por amor, en su desarmarse por amor. Él, que todo lo ve, podría
haberse mostrado con una superioridad sin límites, pero eligió asumir nuestra
propia naturaleza, hacerse hombre, cargar nuestro dolor, nuestro pecado, pasar
como un hombre cualquiera. Él se hizo camino. Éste es el camino: vivir lo
cotidiano descubriendo la presencia maravillosa de Dios que no se cansa de
hacer milagros por nosotros, aunque muchas veces no entendamos, no aceptemos y
aún más, protestemos y murmuremos contra Él.
La
misericordia de Dios es infinita. Su amor es creativo. Él obra milagros por
nosotros, para atraernos a Él. En su inmensa capacidad de generar recursos para
acercarnos a su amor, entre todos sus regalos, hay un milagro nuevo, superior a
todos los otros: el milagro de la presencia de Dios que se hace carne. Carne
que es Palabra para acercarnos al misterio insondable de un Dios que nos ama.
Carne que se hace Pan y que se ofrece para que los que creen tengan vida y la
tengan en abundancia.
Aceptar
la humanidad de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, aceptar su presencia entre
nosotros hecho Palabra y hecho Pan, es responder a la infinita ternura de Dios
Padre que no se cansa de llamarnos a su Reino, de darnos los medios para
acercarnos a Él y de descubrirnos su proyecto de salvación para cada uno de
nosotros.
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